miércoles, 1 de abril de 2015

Los historia que no querías leer


-Cuando era niño soñaba con ser veterinario- dijo sonriendo, con una mirada que parecía que lo regresaba en el tiempo; luego me volteó  a ver, con otra  mirada, una que lo devolvía al presente –pero me tocó ser pobre– lamentó.

En enero del 2013, se bajó de un Primera Plus proveniente del Distrito Federal. Erasmo Arellano de 59 años huía del alcohol, ebrio se subió al camión y cuando despertó se dio cuenta que estaba en Ocotlán –Encontré a mi esposa teniendo relaciones con mi amigo; no la culpo, tampoco a él, pero fue un buen pretexto para hacerme del vicio. Mi papá murió de cirrosis... por tanto beber–  suspiró profundamente y dijo –La verdad es que desde los quince probé la cerveza y me gustó, y mira que suertudo, sigo con vida–. Yo no pude evitar reírme y es que de verdad es un hombre con suerte porque en México el consumo de alcohol es la cuarta causa de mortalidad (8.4%), que implica cirrosis hepática, lesiones intencionales y no intencionales, accidentes de vehículo de motor y homicidios; lo reveló la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2012.

No se ha regresado  porque no ha juntado los ocho cientos  pesos que cuesta el boleto, pero cuando dice  los alimentos que comúnmente consume (tacos, tortas y hamburguesas), uno intuye que hay algo más que le hace quedarse.  –Estoy bien, soy un pobre feliz, no un indigente desgraciado, lamentablemente para la historia que quieres contar– contestó con una sonrisa despoblada pero sincera. Me quedé atónito, sorprendido y sí, también apenado –No he amanecido quemado, ni destazado dentro de alguna  bolsa– dice señalando un periódico (El Informador).

Erasmo estudió hasta segundo grado de primaria; fue el quinto de 23 hijos, desde los 10 años trabajó en oficios que dijo ya no recordar, lo que sí recuerda con orgullo es que de grande se metió a escuelas nocturnas en las que aprendió a leer y escribir.

En Ocotlán, descubrió un talento, y ese talento es de hecho lo que le ha permitido sobrevivir en ésta que dice ser ya su ciudad   –Aquí aprendí a decorar lapiceras con limpia pipas, esta actividad no sólo me deja dinero, también es mi terapia,  me mantiene ocupado, hace meses dejé el alcohol–.

“¿Decoraciones con limpia pipas?” -Sí, mira, lo que más me gusta hacer son animalitos- dijo mientras buscaba  en una bolsa negra sus últimas creaciones, emocionado, ansioso, como un niño  que quiere presumir su nuevo juguete; como un niño que debió ser veterinario.  Mientras encuentra las lapiceras le pregunto qué ha sido lo más difícil de vivir  afuera de la central camionera, lugar que habita desde que llegó –Tres cosas: el frío, los moscos y la cama– “¿La cama?”, pregunto tratando de parecer ingenuo  –Sí, la cama–    y apunta a un pedazo de cartón mientras ríe sarcásticamente; celebro su chiste y de reojo miro su “cama” que no es más que una caja desarmada de galletas Gamesa.
    
Esa “cama” se desocupa desde las 4:00 am, Erasmo toma café y comienza a decorar las lapiceras, es su rutina de todos los días; disfruta de la soledad y ya ha andado solo por todo Ocotlán. Aprovecho para preguntar sobre sus propiedades   –Aquí los taxistas me las cuidan, sólo es una cobija y una mochila con un cambio de ropa –.

Se acerca un adolescente y se para a un lado de nosotros, me mira tímidamente y después agacha la mirada; lo saludo y él sólo asienta con la cabeza. –Él es “El chavo”, es mi amigo, él y el señor que está  allá- dice Erasmo, volteo y veo a un hombre en silla de ruedas. Regreso la mirada al joven y lo descubro observando mis zapatos, y mi pantalón, y mi camisa, todo como si fueran objetos desconocidos para él. Se me rompió el corazón. “Tienen que ir a un albergue”  le digo a Erasmo.  –No, no nos gusta causar molestias– afirmó alzando el tono de voz. “No son molestias, el gobierno tiene la obligación de darles alimentación y un techo” le dije, –Sí nos han ofrecido y sí hemos ido a comer al albergue que está aquí a dos cuadras, pero no nos quedamos, no nos gusta relacionarnos con esa gente– comentó con mirada altiva.

Yo no lo quería creer, no sé cuánto tiempo me quedé mudo, de pronto pregunté  “tú, ¿qué opinas chavo?”  Él, con sus probables trece años de edad levantó los hombros y me miró sin responder. El hambre, el frío y la tristeza pueden no haber tenido voz, pero hasta quien no las ha sufrido hubiese entendido sin embargo que sí tienen mirada, y allí estaba todo eso, en los ojos de aquel joven. En 2010, 46.2 por ciento de la población mexicana era pobre, de éstos el 53.8 por ciento de la población de 0 a 17 años lo era, lo dijo el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), “El chavo” era uno de ellos.

–Entre nosotros nos cuidamos–  exclamó Erasmo, despreciando  cualquier síntoma de compasión; apretó la cruz de un escapulario que le colgaba del cuello. “¿Quién les ha fallado entonces, Dios o el gobierno?” le pregunté. –Dios nunca, el gobierno tampoco, el presidente hace lo que puede, no se le puede dar gusto a toda la gente–. De verdad tuve que renunciar a ese tema. 

–Si yo pudiera me compraría una casa y pondría mi negocio de decoración con limpia pipas, dinero no ocupo, ése lo único que hace es quitar el sueño– respondió cuando le pregunté  por sus anhelos.

“El chavo” cruzó la calle y comenzó a correr por la banqueta; Sentí una fuerte necesidad de seguirlo, porque pensé que él era mi historia, la historia que yo de verdad quería contar. Le grité: “chavo”.  Fingió no escucharme, sé que fingió, Erasmo y yo lo seguimos con la mirada hasta que la obscuridad nos lo arrebató. 

"Gracias señor, por la entrevista, por su tiempo", me apretó el brazo y allí se quedó Erasmo, tan desamparado, tan feliz.


Regresé al departamento caminando, pensando en la vida de “El chavo”, sentí tristeza con todas sus letras. Ya no me importó la tarea, de todas formas tendría que redactar una historia que no quería contar; una historia que quizá nadie querría escuchar, la historia de un indigente feliz. Yo quería  contar la de "El chavo",  el de los ojos tristes, el de los labios secos, el del silencio ruidoso.