Los
historia que no querías leer
-Cuando era niño soñaba con ser
veterinario- dijo sonriendo, con una
mirada que parecía que lo regresaba en el tiempo; luego me volteó a ver, con otra mirada, una que lo devolvía al presente –pero
me tocó ser pobre– lamentó.
En enero del 2013, se bajó
de un Primera Plus proveniente del Distrito Federal. Erasmo Arellano de 59
años huía del alcohol, ebrio se subió al camión y cuando despertó se dio cuenta que estaba en Ocotlán
–Encontré a mi esposa teniendo relaciones con mi amigo; no la culpo, tampoco a
él, pero fue un buen pretexto para hacerme del vicio. Mi papá murió de
cirrosis... por tanto beber– suspiró profundamente y dijo –La verdad es que desde los quince probé la cerveza
y me gustó, y mira que suertudo, sigo con vida–. Yo no pude evitar reírme y es
que de verdad es un hombre con suerte porque en México el consumo de
alcohol es la cuarta causa de mortalidad (8.4%), que implica cirrosis hepática,
lesiones intencionales y no intencionales, accidentes de vehículo de motor y
homicidios; lo reveló la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2012.
No se ha regresado porque no ha juntado los ocho cientos pesos que cuesta
el boleto, pero cuando dice los
alimentos que comúnmente consume (tacos,
tortas y hamburguesas), uno intuye que hay algo más que le hace quedarse. –Estoy bien, soy un pobre feliz, no un
indigente desgraciado, lamentablemente para la historia que quieres contar–
contestó con una sonrisa despoblada pero sincera. Me quedé atónito,
sorprendido y sí, también apenado –No he amanecido quemado, ni destazado dentro
de alguna bolsa– dice señalando un
periódico (El Informador).
Erasmo estudió hasta
segundo grado de primaria; fue el quinto de 23 hijos, desde los 10 años
trabajó en oficios que dijo ya no recordar, lo que sí recuerda con orgullo es que
de grande se metió a escuelas nocturnas en las que aprendió a leer y escribir.
En Ocotlán, descubrió un
talento, y ese talento es de hecho lo que le ha permitido sobrevivir en ésta
que dice ser ya su ciudad –Aquí aprendí
a decorar lapiceras con limpia pipas, esta actividad no sólo me deja dinero,
también es mi terapia, me mantiene ocupado, hace meses dejé el
alcohol–.
“¿Decoraciones con limpia
pipas?” -Sí, mira, lo que más me gusta hacer son animalitos- dijo mientras buscaba en una bolsa negra sus últimas creaciones, emocionado,
ansioso, como un niño que quiere
presumir su nuevo juguete; como un niño que debió ser veterinario. Mientras encuentra las lapiceras le pregunto
qué ha sido lo más difícil de vivir afuera
de la central camionera, lugar que habita desde que llegó –Tres cosas: el frío,
los moscos y la cama– “¿La cama?”, pregunto tratando de parecer ingenuo –Sí,
la cama– y apunta a un pedazo de
cartón mientras ríe sarcásticamente; celebro su chiste y de reojo miro su
“cama” que no es más que una caja desarmada de galletas Gamesa.
Esa “cama” se desocupa desde
las 4:00 am, Erasmo toma café y comienza a decorar las lapiceras, es su rutina
de todos los días; disfruta de la soledad y ya ha andado solo por todo Ocotlán.
Aprovecho para preguntar sobre sus propiedades –Aquí
los taxistas me las cuidan, sólo es una cobija y una mochila con un cambio de
ropa –.
Se acerca un adolescente y se
para a un lado de nosotros, me mira tímidamente y después agacha la mirada; lo
saludo y él sólo asienta con la cabeza. –Él es “El chavo”, es mi amigo, él y el
señor que está allá- dice Erasmo, volteo
y veo a un hombre en silla de ruedas. Regreso la mirada al joven y lo descubro observando mis zapatos, y mi pantalón, y mi camisa, todo como si fueran objetos
desconocidos para él. Se me rompió el corazón. “Tienen que ir a un albergue” le digo a Erasmo. –No, no nos gusta causar molestias– afirmó
alzando el tono de voz. “No son molestias, el gobierno tiene la obligación de
darles alimentación y un techo” le dije, –Sí nos han ofrecido y sí hemos ido a
comer al albergue que está aquí a dos cuadras, pero no nos quedamos, no nos
gusta relacionarnos con esa gente– comentó con mirada altiva.
Yo no lo quería creer, no sé cuánto tiempo me quedé mudo, de pronto pregunté “tú, ¿qué opinas chavo?” Él, con sus probables trece años de edad levantó los
hombros y me miró sin responder. El hambre, el frío y la tristeza pueden no
haber tenido voz, pero hasta quien no las ha sufrido hubiese entendido sin
embargo que sí tienen mirada, y allí estaba todo eso, en los ojos de aquel
joven. En 2010, 46.2 por ciento de la población mexicana era pobre, de éstos el
53.8 por ciento de la población de 0 a 17 años lo era, lo dijo el Consejo
Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), “El chavo”
era uno de ellos.
–Entre nosotros nos cuidamos–
exclamó Erasmo, despreciando cualquier síntoma de compasión; apretó la cruz
de un escapulario que le colgaba del cuello. “¿Quién les ha fallado entonces,
Dios o el gobierno?” le pregunté. –Dios nunca, el gobierno tampoco, el
presidente hace lo que puede, no se le puede dar gusto a toda la gente–. De verdad tuve que renunciar a ese tema.
–Si yo pudiera me compraría
una casa y pondría mi negocio de decoración con limpia pipas, dinero no ocupo,
ése lo único que hace es quitar el sueño– respondió cuando le pregunté por sus anhelos.
“El chavo” cruzó la calle y comenzó a correr
por la banqueta; Sentí una fuerte necesidad de seguirlo, porque pensé que
él era mi historia, la historia que yo de verdad quería contar. Le grité: “chavo”. Fingió no escucharme, sé que fingió, Erasmo y yo lo seguimos con la mirada hasta que la
obscuridad nos lo arrebató.
"Gracias señor, por la
entrevista, por su tiempo", me apretó el brazo y allí se quedó Erasmo, tan
desamparado, tan feliz.
Regresé al departamento
caminando, pensando en la vida de “El chavo”, sentí tristeza con todas sus letras. Ya no me importó la tarea, de todas formas tendría que redactar una
historia que no quería contar; una historia que quizá nadie querría escuchar, la
historia de un indigente feliz. Yo quería contar la de "El chavo", el de los ojos tristes, el de los labios secos, el del silencio ruidoso.